El sinfonismo de Harvard en Santa Clara
El sinfonismo del nacionalista checo Antoni Dvorák (1841-1904) provocó exaltaciones en Santa Clara, una ciudad cubana que, alejada a 280 kilómetros al este de La Habana, conoce a la perfección el virtuosismo musical que engendra la paleta de una orquesta foránea o su anfitriona surgida allí en las postrimerías de la segunda década del pasado siglo.
Esa forma fresca, novedosa y reluciente del compositor europeo vino con la majestuosidad de la sección de cuerdas y los cornos de la Orquesta de Harvard-Radcliffe, de Cambridge, Massachussets, durante el instante en que interpretaron la «Novena Sinfonía»; la habitualmente conocida «Del Nuevo Mundo», ante un teatro «La Caridad», con más de mil capacidades, de lleno total.
No se notó la ausencia de una tuba en el lirismo del segundo movimiento, y mucho menos en la estructuración del tercero y cuarto, al suplirse por el hechizo entre cuerdas y cornos, en medio de esa dignidad que Dvorák transfirió al tiempo cuando compuso su sinfonía durante la estancia en Estados Unidos en plena demarcación del siglo decimonónico.
Fue el «plato fuerte» del saludable programa que ejecutó la agrupación juvenil estadounidenese, por vez primera de visita en Cuba, tras la presentación el jueves en el coliseo «Tomás Ferry», de Cienfuegos, y luego aquí en Santa Clara, anfitriona de ese encuentro entre dos culturas hermanadas en torno al sinfonismo y un lenguaje que no marca fronteras entre los pueblos del mundo.
El espíritu del compositor checo, deslumbrado por el «Nuevo Mundo», registró esa bienvenida, prolongada después con la «Obertura Cubana», escrita en 1932 por George Gershwin (1898-1937), cuando se radicó por un tiempo en La Habana para respirar los aires del afrocubanismo de Amadeo Roldán y Alejandro García Catarla en torno a la herencia africana en la cultura antillana e isleña.
El maestro Federico Cortese, al frente de una orquesta muy joven, pero de notable talento, insufló aires de lucimiento a las interpretaciones de los instrumentistas que, en más de una ocasión, y sin decantar irrespeto o desconocimiento musical, atinó al aplauso prolongado y a la ovación conclusiva.
A primera hora, la Orquesta Sinfónica de Villa Clara, bajo la batuta de la maestra Irina Toledo Rocha, acogió, ante invitados y el público, un bosquejo de lujo que incluyó los «Tres Preludios», del romántico húngaro Franz Liszt (1811-1886), inventor de la música programática, quien imprimió a esa pieza un vigor cautivante en el diálogo entre los trombones y las cuerdas. Allí se palpa una nota de agrado en la ejecución poemática del sinfonismo, firmeza en la que Liszt formuló parte de sus conceptualizaciones.
Los villaclareños también incluyeron en su programa el «Tema para una marcha de esculturas» y «Cuasi conga, cuasi caringa», escritas por el cubano Jorge López Marín, y «Guaguancó», pieza del también isleño Guido López-Gavilán, la cual pudo quedar mejor ante las incongruencias persistentes entre las secciones de cuerda y el tiempo que asumen los «ritos» de percusión cautivante.
No obstante, ese diálogo sonoro entre los pupilos de los maestros Cortese, y Toledo Rocha, constituyen puentes de hermandad en torno a la más «bella forma de lo bello», como dijo Martí al abordar la jerarquía impostergable que concede el tiempo a la más universal de las artes fundida en los pueblos que conforman el universo. Este martes, al término de su tercera y última presentación en Cuba, la sinfónica
de Harvard-Radcliffe, de Cambridge, Massachussets, actuará en La Habana antes de partir hacia los Estados Unidos tras un importante paso en sus periplos internacionales.
No dudo, que, justo allí, el repertorio del clacisismo, con Ludwing Van Beethoven (1770-1827), aparezca con la interpretación de la «Novena Sinfonía», invocando siempre al «Himno de la Alegría» y la hermandad soberana y cultural que persiste en los pueblos; sería una invocación al preludio imperecedero del humanismo universal.
Por: Luis Machado Ordetx
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